En esta religión de la distancia
te hundes en los charcos y en el otoño.
Agonizas sin admitir que los siglos
te han dejado en la esquina solitaria
y te ensombreces con cada redoble,
con cada mordedura, del reloj.
Yo me voy: tú te pierdes,
y no es tu culpa, granada,
que desandemos las baldosas
perdidas de otro tiempo.
Deja que te diga al menos,
aunque te duela, mi infancia,
¡Qué tantos siglos tienen tus piedras
y yo ni un suspiro te falto!
Aquí nos despedimos, en un verso
en un fandango, en un camino
en una mirada rencorosa.
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